jueves, diciembre 23, 2010

La travesti y el cuervo (Copi)



El día en que María José se dio cuenta de sus poderes se produjo un giro decisivo en su vida. Única superviviente de un accidente de aviación, se despertó quince días después en la habitación de una clínica parisiense. Le dijeron que padecía un traumatismo craneal. Le habían levantado la tapa de los sesos, y pocos días más tarde le colocaron otra, de metal esta vez, que le recosieron por debajo del cuero cabelludo, una vez debidamente rasurado; su cabello, luego, volvió a crecer tan crespo y espeso como antes. No era ésta la primera intervención quirúrgica que sufría María José. Había nacido en el norte de la Argentina, en la provincia de Misiones, de sexo masculino, dieciocho años atrás, como último retoño de una familia de veinticinco hermanos y hermanas, cada uno de un padre distinto. Había sido educada por su hermano mayor, que la vestía de chica, y lo prostituyó a los seis años. Eran varios los que en su misma favela estaban en similar situación. Era el sino de los hijos menores de las familias pobres: mestizos de indios, negros, blancos y asiáticos, descendientes de esclavos importados por los jesuitas, más los aborígenes y los mismos jesuitas. El mestizaje en cascada previsto por los jesuitas, después de seis generaciones, producía niños de una belleza inaudita, que hacían las delicias de los pedófilos del mundo entero. Charters de ancianos de ralos cabellos teñidos y dentaduras deslumbrantes llegaban desde Munich, Boston y Viena al aeropuerto de Misiones, convertido en burdel de niños. José María fue vendido a la edad de quince años por la bonita suma de cien mil dólares, a Louis du Corbeau, un riquísimo coleccionista de arte de nacionalidad francesa. Para celebrarlo, Pedro, el hermano mayor de José María, gastó una buena parte de la dote en dejar pasmada a la favela. Después de danzar la macumba toda la noche, y ebrio de cachaça y de marihuana, José María se marcó aún unos pasos de samba en la escalinata del avión que había de alejarlo de Misiones para siempre. Louis du Corbeau poseía un pequeño cháteau en el Berry, cerca de la clínica donde José María se transformó en María José, después de una docena de delicadas operaciones quirúrgicas. A los diecisiete años se había transformado ya en una radiante criolla de puntiagudos senos, y dotada de un sexo femenino en el que Louis du Corbeau podía incluso introducir su dedo índice. Por otra parte, ello no le procuraba el menor placer a María José. Conocía bien su destino poco común, y el placer que de tal conciencia extraía nada tenía que ver con el sexo. Reinaba en su château del Berry sobre una docena de criados blancos, a los que martirizaba hasta donde se lo permitía la ley francesa. Louis du Corbeau la adoraba hasta la locura, y no le permitía salir nunca del castillo. Sólo el médico que había practicado el cambio de sexo, y la anciana hermana de Louis du Corbeau, superiora de las carmelitas de un vecino convento de clausura, y que nada sospechaba del asunto, estaban autorizados a penetrar en el castillo. Una vez por semana, Louis du Corbeau la llevaba en su avión particular, que piloteaba él mismo, a París, donde pasaban uno o dos días, alojados en el Hotel Ritz, de la Place Vendome. María José, siempre acompañada por Louis recorría los establecimientos de los grandes proveedores de fruslerías de este mundo, donde podía escoger lo que quisiera sin límites de precio. En una ocasión, llegó a adquirir toda la colección de Dior y todo el escaparate de Cartier, para poder elegir con tranquilidad en su château del Berry, delante del espejo, y con la ayuda de su cuñada carmelita, Anne du Corbeau. Esta sentía una inmensa alegría por el acto de caridad que había realizado su hermano al casarse con una pobre desheredada, por cuyas venas, sin lugar a dudas, corría sangre de jesuita. Louis du Corbeau le ofrecía una vez al mes una cena en Maxim's, seguida de un baile en los salones del Ritz, donde recibían a sus amistades, a las que jamás invitaban a su casa. María José pudo así hablar de moda con Saint-Laurent, de cine con Sofía Loren y de política con Jackie Onassis. Su belleza indiscutible dejaba en un segundo plano a su inteligencia. La elegancia con que podía llevar un corpiño enteramente recamado de diamantes con un armiño y una pamela de plumas de ave del paraíso para subir las escaleras de la Opera la hacían figurar de manera completamente natural como uno de los integrantes del jet-set. Aquel lunes, María José se aburría mortalmente en su château del Berry, e insistió para convencer a Louis de pegarse un salto hasta París, con ocasión del Catorce de Julio. Louis du Corbeau, que detestaba las muchedumbres parisinas, le negó tal capricho. Ella lo amenazó por vez primera con dejarlo. Louis du Corbeau consintió en pilotar su avión hasta París, pensando ya en desembarazarse de aquella joven esclava que en menos de tres años se había transformado en una esposa tiránica. Pero María José fue mucho más rápida en su instinto criminal, movida sin duda por mayores motivaciones. En pleno vuelo, lo noqueó con un bastón de criquet y tomó su lugar al mando del avión, que acabó estrellándose sobre una autopista, un segundo después de haber saltado sobre el arcén central. Pero el destino hizo que un coche que venía en sentido contrario, para evitar al avión, se metiera por el arcén. De ahí su traumatismo craneal y la adquisición de sus nuevos poderes. Esto fue algo que no llegó a advertir de inmediato. Apenas vuelta en sí, lo primero que vio, inclinada sobre ella, fue el rostro de madre de Anne du Corbeau, la hermana de Louis.
-Estás viuda, mi pobrecita niña -sollozó la monja-. ¿Qué será ahora de ti? ¡Tendrás que venirte conmigo al convento! -María José cayó en un profundo sueño, con la sonrisa dibujada en los labios. Se despertó bien entrada ya la noche. Se hallaba sola en su habitación de la clínica, todo estaba en silencio. Sentía sed. Se giró para ver si había una botella de agua sobre su mesilla de noche; ni rastro de botella.
La puerta de la habitación se abrió, y un vaso lleno de agua, posado sobre una bandeja, penetró por sí solo en la habitación y fue a posarse sobre la mesilla de noche. Creyó que se trataba de una alucinación, producto de la fiebre. Extendió la mano por si acaso y tomó el vaso que era perfectamente real. En cuanto al agua fresca, jamás en su vida había bebido una que calmara tan bien la sed. Era pues la única heredera de Louis du Corbeau, propietario de la más completa colección del mundo de arte precolombino, sin contar los Rubens y los Géricaults que tapizaban las paredes del château del Berry. Se preguntó qué podría hacer con su fortuna. Ahora Louis ya no estaba allí para poner freno a sus caprichos. ¿Continuar frecuentando el gran mundo de Maxim's sin Louis? Sin duda sería la viuda más codiciada del jet-set, ¿pero total para qué? ¿Para encontrar un marido tan rico como el que acababa de perder? No, eso nunca. ¿Y un amante? Obligada a practicar la sexualidad desde su infancia, su frigidez era total, y el cambio de sexo no había mejorado las cosas. Consideraba a su cuerpo del mismo modo que el titiritero considera a sus títeres, objeto de fascinación y turbio deseo para el espectador, pero con un alma alojada en realidad en el arte digital del maestro de títeres. Sus recientes poderes le parecían, por tanto, naturales, como extraídos de la fuente misma de su personalidad. Dedicó un pensamiento enternecido a Louis du Corbeau; lo iba a echar de menos en los pequeños detalles de la vida diaria. Si, por ejemplo, siguiera aún vivo, su habitación de la clínica estaría en aquel momento llena de ramos de flores. Al instante, vio entrar por la puerta varias docenas de jarrones llenos de soberbios arreglos florales, que se colocaron por sí solos en torno del lecho, entrechocando contra las baldosas al posarse en el suelo. Al poco, oyó pasos que se acercaban por el pasillo. Una enfermera hizo su aparición. Permaneció inmóvil en la puerta durante algunos segundos, asombrada por la radiante sonrisa que mostraba una enferma hasta hacía apenas media hora sumida en un profundo coma.
-¿Así que se ha despertado usted? y se acercó a tocarle la frente. La fiebre había descendido considerablemente.
-¿Pero quién le ha traído esas flores? ¿Ha venido alguien a hacerle una visita?
Una mano invisible agarró a la enfermera por los cabellos y la levantó del suelo unos cincuenta centímetros. La mujer lanzó un grito que hubiera podido despertar a todo el hospital, antes de caer al suelo, lastimándose un tobillo. La habitación se llenó inmediatamente de enfermeras, y María José se hizo la dormida.
Cuando todo el mundo hubo salido de nuevo, llevándose los jarrones de flores, se durmió de verdad en el colmo de la dicha. La obligaron a permanecer aún tres días más en la clínica, ya que su repentina recuperación intrigaba a los médicos. No comprendían que pudiera encontrarse en tan perfecta forma después de haber sufrido una trepanación que había durado seis horas, y sin necesitar siquiera de calmantes. Pero ignoraban que María José era una asidua de los quirófanos. Se obligó a sí misma a no exhibir sus poderes en público, por más que se sirviera de ellos cuando estaba a solas, para vestirse e incluso para trasladarse de una habitación a otra. Nunca más volvió a pisar el Berry, del mismo modo que nunca había vuelto a Misiones. Convocó en el Ritz al asesor financiero de Louis du Corbeau, quien le comunicó que podía firmar talones hasta un total de quinientos mil dólares al mes, sin tener que tocar su capital, invertido en las cuatro esquinas del mundo. Lo despidió rápidamente, y por primera vez se vio a solas en su suite del Ritz. Era a principios de agosto, y todos sus conocidos habían abandonado París para las vacaciones de verano. Se hizo subir la cena, y durante un rato se divirtió arrojando compota de manzana contra los candelabros, pero pronto se aburrió de este tipo de juego. Tenía clara conciencia de que no podía desear nada que no poseyera ya, y el espectáculo del mundo la dejaba más bien indiferente. Eran las nueve y media de la noche. París estaba vacío aquel viernes quince de agosto. Se puso un vestido de noche de seda blanca, con el escote ribeteado de pequeñas perlas, y se envolvió en un chal de suave pelo de vicuña. Se decidió por unos aretes de esmeralda -el color de sus ojos- y un bolso de cocodrilo blanco, el mismo color que sus sandalias de cabritilla. Mandó llamar un coche con chofer. Este, un hombre de sesenta años, se vio sorprendido ante la pregunta: -¿En qué sitio de París puedo encontrar clientes? -¿Ya lo ha intentado usted en el bar del Ritz? Tal vez encuentre usted mejor clientela en él George V. ¿Quiere que la lleve allí?
-i Yo no soy una puta, soy yo la que paga! El chofer recibió en la cara un puñado de billetes de quinientos francos. Marcel, el chofer, creía conocer toda clase de gentes raras en París, pero esto lo desbordaba...
-Si quiere hacer el recorrido turístico de París, puedo llevarla. ¡Conozco a todos los porteros de los cabarets de Pigalle!
jPigalle! María José soñaba con Pigalle desde su infancia, porque para ella era mucho más París que el Ritz o Chez Cartier. Pero Louis du Corbeau le había prohibido siempre pasar por allí, aunque fuera en coche. Ahora era la ocasión soñada. Marcel, chofer nocturno desde hacia veinte años, y homosexual también, había olisqueado a la travesti por debajo de su apariencia de rica criolla. Conocía un turbio cabaret en la Rue des Martyrs, cuyo propietario, antiguo presidiario, había sido un compañero de cárcel. Aún era temprano para "La Cagnotte du Sexe", un local donde los travestis brasileños nostálgicos del samba, junto con otros nostálgicos de la danza del vientre, venían a desmelenarse después del duro trabajo nocturno. La entrada olía a meados y a éter. En el salón propiamente dicho, una vieja travesti negra roncaba tirada sobre un banco. El lugar no era del todo sórdido. En un ángulo, al lado de la barra, se alzaba un minúsculo teatrillo, donde los travestis montaban pequeños espectáculos. Lulú, el propietario, besó la mano de María José y los hizo sentar a una mesa. María José se preguntó si resistiría mucho tiempo en aquel antro. Le molestaba sobre todo verse sentada al lado de un taxista tan popular en todo Pigalle. Les trajeron una botella de champán de garrafón, y Julio Iglesias empezó a sonar en el juke-box. Lulú, el dueño, se excusó repetidamente por la poca animación que mostraba el local a aquellas horas, aunque aseguró que la clientela chic no tardaría en hacer su aparición. Entretanto, intentaría despertar a la travesti negra para que les hiciera un número en play-back, pero la negra dormía como un tronco. María José, de pronto, se sintió a sus anchas, como si recuperara su infancia de la favela de Misiones. Marcel y ella rieron de buena gana al ver las inútiles patadas que Lulú le propinaba en el culo a la travesti, que seguía durmiendo como si tal cosa. Entre ronquido y ronquido, pudo oírse que decía:
-jPatrón de mierda!
María José se sobresaltó al reconocer la expresión y la voz. ¡Era su hermano mayor, Pedro, el asqueroso hermano que la había prostituido desde su más tierna infancia y la había vendido a Louis du Corbeau! Había venido a engrosar las filas de los travestis del Tercer Mundo que adornan las aceras de Pigalle, en su mayoría fornidos mancebos a los que unos médicos carniceros castraban sin más contemplaciones, hinchándoles luego los pechos con parafinas, antes de soltarlos, para que se las arreglaran como mejor supieran, con una jeringa de hormonas en una mano y una jeringa de heroína en la otra. María José se preguntó si el odio que sentía por Pedro no habría jugado algún papel en la consumación de su atroz destino. Tal vez poseía más poderes de los que sospechaba. ¿Por qué, si no, de todos los lugares donde hubiera podido recalar en París había ido a dar precisamente a aquel antro? Por un momento sospechó que Marcel, el taxista, fuera el autor de todo aquel montaje. Pero era absurdo, ¿cómo podía él conocer el parentesco entre aquel horrible travesti y la hermosa María José? La coincidencia, con todo, era demasiado grande, y el azar nunca hace tan bien las cosas. La puerta del bar se abrió en aquel momento, y Louis du Corbeau hizo su aparición. Marcel y Lulú se inclinaron hasta el suelo.
-Te entrego en manos de tu hermano mayor, que es donde te encontré. Puedes quedarte con los aretes y con el dinero que llevas encima.
Había un cuchillo de cortar el pan sobre la barra. María José se concentró en su deseo de verlo hundirse en el corazón de Louis du Corbeau, pero nada de esto ocurrió. Había perdido sus poderes. Pasó el resto de sus días trabajando en la Rue des Martyrs al lado de su hermano Pedro, y murió de una sobredosis en los retretes de "La Cagnotte du Sexe", a la edad de veintiséis años.






domingo, diciembre 19, 2010

Esto lo estoy tocando mañana #12 - Borbetomagus (1986)





New York's trio Borbetomagus produced hurricanes of free-jazz music for two saxophones (Jim Sauter and Don Dietrich), guitar (Donald Miller) and electronic distortion. Their delirious improvised bacchanals constituted a sort of "baroque" style of the ugly and the noisy. (...)

(Complete on http://www.scaruffi.com/oldavant/borbetom.html)



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jueves, diciembre 09, 2010

Ahora tiemblas...



Ahora tu cuerpo es sacudido por
pesadillas. Ya no eres
el mismo: el que amó,
que se arriesgó.
Ya no eres el mismo, aunque
tal vez mañana todo se desvanezca
como un mal sueño y empieces
de nuevo. Tal vez
mañana empieces de nuevo.
Y el sudor, el frío,
los detectives erráticos,
sean como un sueño.
No te desanimes.
Ahora tiemblas, pero tal vez
mañana todo empiece de nuevo.


Roberto Bolaño







miércoles, diciembre 08, 2010

Rectum - cancioncitas "prune"® (2010)





Noise / Loop / Abstract




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lunes, noviembre 22, 2010

Una foto de mi padre a los veinticinco (Gustavo Escanlar)



se ríe, tiene pinta
no se imagina nada
no sabe que le esperan
una mujer histérica
un hijo maricón
un trabajo sin éxitos
una amante frígida y asmática
la madre que lo abandonó pidiéndole cariño
no se imagina todo eso porque tiene solamente veinticinco
–mi edad ahora–
y tiene la fuerza del recién llegado
la fuerza del galleguito dispuesto a todo
la fuerza del enamorado
no se imagina nada
porque está peinado a la gomina
y tiene puesta su mejor corbata
y pide que le retoquen la foto
y “de noche cuando me acuesto le rezo a la virgen de la macarena” retumba en su cabeza
y ríe
no se imagina nada
y veinte años después
perderá esa sonrisa
(llora ahora mientras la busca en la foto)
perderá el pelo y la figura
no se imagina a sí mismo
veinte años después mirando el programa de berugo
esperando la jubilación
esperando la paz
esperando la muerte
no se imagina nada en la foto blanco y negro con la firma
de silva
porque piensa que el mundo es suyo
piensa que le va a ir bien
que la vida es hermosa
no se imagina nada en la mirada de ojos negros tan brillantes
porque piensa que mañana va a ir a trabajar
y va a juntar dinero y a comprarse una casa
no se imagina nada
y tiene veinticinco
y asturias ya está lejos
y también las ovejas y las montañas y las lentejas y la guerra civil y el cansancio y los churumbeles y franco
y mañana va al baile de casa de galicia
y conoce a mi madre
(él no se lo imagina)




Este poema se publicó en Buenos Aires por primera vez en la revista El Porteño dando a conocer aquí algo de la obra de Gustavo Escanlar.


(Nota completa en el suplemento Radar de Página/12)



sábado, noviembre 13, 2010

...embriagarse...



Hay que estar siempre ebrio. Todo consiste en eso; es la única cuestión. Para no sentir el peso horrible del Tiempo, que os rompe los hombros y os inclina hacia el suelo, tenéis que embriagaros sin tregua. Pero, ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, como queráis. Pero embriagaos.

Y si alguna vez, en las gradas de un palacio, sobre la verde hierba de un foso, en la triste soledad de vuestro cuarto, os despertáis, disminuida ya o disipada la embriaguez, preguntad al viento, a las olas, a las estrellas, a los pájaros, al reloj, a todo lo que huye, a todo lo que gime, a todo lo que gira, a todo lo que canta, a todo lo que habla, preguntadle qué hora es; y el viento, las olas, las estrellas, los pájaros, el reloj, os contestarán: ‘¡Es la hora de embriagarse!‘ Para no ser los esclavos martirizados del Tiempo, embriagaos; embriagaos sin cesar. De vino, de poesía o de virtud, como queráis.”


Charles Baudelaire



lunes, noviembre 08, 2010

Porque me siento rara vol.26 - Slap Happy Humphrey




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An interesting album released by Alchemy Records (first as an EP, then as a full album) in Japan, then reissued in the United States on Public Bath in 1995. The sound is essentially psychedelic pastoral folk -- with abrupt and unexpected bursts of shattering white-noise coming in from nowhere every once in a while. Bizarre but ultimately accessible (in a peculiar way), like a cross between Angel'in Heavy Syrup and Hijokaidan. Mineko appears here on vocals. This album has since been recalled (supposedly -- some copies may still be out there, although not for long) due to the threat of a lawsuit from Morita Doji (the band forgot to ask for permission to use all the songs, oopsie) and obviously won't be repressed, either.


Slap Happy Humphrey on this release were: JoJo Hiroshige -- Electric guitarMineko Itakura -- VocalFujiwara -- Acoustic guitar, violinThanks to: Sugisaku -- keyboards; Miyu -- piano
All titles by Morita Doji. Arranged by JoJo.Recorded at Omega Sound, 1992 and 1994.Engineered by T. KotaniWith special thanks to David Hopkins for Public BathDesigned by M. OhnoPhoto by Miyu


About Slap Happy Humphrey (by JoJo Hiroshige): Slap Happy Humphrey had its real debut on The Aiyoku Jinmin Battle Royal compilation, put out by Alchemy in the summer of 1992, with the song "Gyakkosen" ("Light My Eyes"). The concept of the band was to do noisy covers of the songs by Morita Doji, a singer active in the late '70s - early '80s. All of her works had gone out of print, and I never even heard her name mentioned anymore. It came as a total surprise when her song "Bokutachi no Shippai" ("Our Failure") was used in 1993 as the theme song for a TV series, becoming a hit, with sales of 800,000, and leading to CD reissues of her whole back catalog. Slap Happy Humphrey had recorded two more songs, "Chiheisen" ("Horizon") and "Sentimental Dori (Street)" for a PUblic Bath single in the fall of 1992 (it was released in April of 1994), and plans were made for a full CD, but in the midst of the Morita Doji "boom," it would have been overkill, so recording was put off for over a year.
The idea of performing Morita Doji songs in the middle of noise was actually something I'd been thinking about since the end of the '70s, when she was still performing. I knew her music from rock and folk coffee shops, common in the student sections of Kyoto, where I was a high school student. I had already started improvising, and my personal interpretation of Morita Doji songs had them leading out of a noisy environment. That was the image in my head. In 1990, when I first met Mineko, vocalist for Angel'in Heavy Syrup, a concept long suppresed inside myself came irresistably back to life. Of course, a similarity in vocal quality was one of the sparks for the rebirth of the concept, but quite simply, the delicacy and mystery of Mineko's performances with the band so amazed me that I became their producer. Through this connection, my long cherished dream finally came true.
There are those who say that music has ended, that there once was good music but that today there are only rehashes, a rather disparate view. While a producer of Alchemy Records there is some gap between what I say and what I do, I too, believe that there was plenty of good music in the past. I also believe that since I began the style known as "noise" in 1979, there hasn't been any original music. In my solo project Nishijin Saburo, when I sing, I always use words from others' songs, rather than my own words, and the reason is my recognition of the greatness of some old songs.
Morita Doji has always been my favorite Japanese singer, so if I choose to use her music, I hope my interpretation and expression can be excused. Mixing the desperation, resignation, nostalgia, sadness, lonliness, emptiness, and embrace in the songs with my noise moves them into another dimension. This is more than a loving cover version, this is a new style of expression.
I perfectly understand the reason why Morita Doji doesn't sing anymore. But there is also a reason for us, alive today, to sing her songs. If this CD is seen just as an induldgence on my part, it will be meaningless beyond meaninglessness.


P.S. The name Slap Happy Humphrey is a conflation of '70s English band Slapp Happy and giant professional wrestler Happy Humphrey. It has no meaning. [Translation by David Hopkins]




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Nota: Link corregido.
Note: Fixed link.




domingo, noviembre 07, 2010

Catedral (Raymond Carver)



Un ciego, antiguo amigo de mi mujer, iba a venir a pasar la noche en casa. Su esposa había muerto. De modo que estaba visitando a los parientes de ella en Connecticut. Llamó a mi mujer desde casa de sus suegros. Se pusieron de acuerdo. Vendría en tren: tras cinco horas de viaje, mi mujer le recibiría en la estación. Ella no le había visto desde hacía diez años, después de un verano que trabajó para él en Seattle. Pero ella y el ciego habían estado en comunicación. Grababan cintas magnetofónicas y se las enviaban. Su visita no me entusiasmaba. Yo no le conocía. Y me inquietaba el hecho de que fuese ciego. La idea que yo tenía de la ceguera me venía de las películas. En el cine, los ciegos se mueven despacio y no sonríen jamás. A veces van guiados por perros. Un ciego en casa no era una cosa que yo esperase con ilusión.
Aquel verano en Seattle ella necesitaba trabajo. No tenía dinero. El hombre con quien iba a casarse al final del verano estaba en una escuela de formación de oficiales. Y tampoco tenía dinero. Pero ella estaba enamorada del tipo, y él estaba enamorado de ella, etc. Vio un anuncio en el periódico: Se necesita lectora para ciego, y un número de teléfono. Telefoneó, se presentó y la contrataron en seguida. Trabajó todo el verano para el ciego. Le ayudaba a organizar un pequeño despacho en el departamento del servicio social del condado. Mi mujer y el ciego se hicieron buenos amigos. ¿Que cómo lo sé? Ella me lo ha contado. Y también otra cosa. En su último día de trabajo, el ciego le preguntó si podía tocarle la cara. Ella accedió. Me dijo que le pasó los dedos por toda la cara, la nariz, incluso el cuello. Ella nunca lo olvidó. Incluso intentó escribir un poema. Siempre estaba intentando escribir poesía. Escribía un poema o dos al año, sobre todo después de que le ocurriera algo importante.
Cuando empezamos a salir juntos, me lo enseñó. En el poema, recordaba sus dedos y el modo en que le recorrieron la cara. Contaba lo que había sentido en aquellos momentos, lo que le pasó por la cabeza cuando el ciego le tocó la nariz y los labios. Recuerdo que el poema no me impresionó mucho. Claro que no se lo dije. Tal vez sea que no entiendo la poesía. Admito que no es lo primero que se me ocurre coger cuando quiero algo para leer.
En cualquier caso, el hombre que primero disfrutó de sus favores, el futuro oficial, había sido su amor de la infancia. Así que muy bien. Estaba diciendo que al final del verano ella permitió que el ciego le pasara las manos por la cara, luego se despidió de él, se casó con su amor, etc., ya teniente, y se fue de Seattle. Pero el ciego y ella mantuvieron la comunicación. Ella hizo el primer contacto al cabo del año o así. Le llamó una noche por teléfono desde una base de las Fuerzas Aéreas en Alabama. Tenía ganas de hablar. Hablaron. Él le pidió que le enviara una cinta y le contara cosas de su vida. Así lo hizo. Le envió la cinta. En ella le contaba al ciego cosas de su marido y de su vida en común en la base aérea. Le contó al ciego que quería a su marido, pero que no le gustaba dónde vivían, ni tampoco que él formase parte del entramado militar e industrial. Contó al ciego que había escrito un poema que trataba de él. Le dijo que estaba escribiendo un poema sobre la vida de la mujer de un oficial de las Fuerzas Aéreas. Todavía no lo había terminado. Aún seguía trabajando en él. El ciego grabó una cinta. Se la envió. Ella grabó otra. Y así durante años. Al oficial le destinaron a una base y luego a otra. Ella envió cintas desde Moody ACB, McGuire, McConnell, y finalmente, Travis, cerca de Sacramento, donde una noche se sintió sola y aislada de las amistades que iba perdiendo en aquella vida viajera. Creyó que no podría dar un paso más. Entró en casa y se tragó todas las píldoras y cápsulas que había en el armario de las medicinas, con ayuda de una botella de ginebra. Luego tomó un baño caliente y se desmayó.
Pero en vez de morirse, le dieron náuseas. Vomitó. Su oficial -¿por qué iba a tener nombre? Era el amor de su infancia, ¿qué más quieres?- llegó a casa, la encontró y llamó a una ambulancia. A su debido tiempo, ella lo grabó todo y envió la cinta al ciego. A lo largo de los años, iba registrando toda clase de cosas y enviando cintas a un buen ritmo. Aparte de escribir un poema al año, creo que ésa era su distracción favorita. En una cinta le decía al ciego que había decidido separarse del oficial por una temporada. En otra, le hablaba de divorcio. Ella y yo empezamos a salir, y por supuesto se lo contó al ciego. Se lo contaba todo. O me lo parecía a mí. Una vez me preguntó si me gustaría oír la última cinta del ciego. Eso fue hace un año. Hablaba de mí, me dijo. Así que dije, bueno, la escucharé. Puse unas copas y nos sentamos en el cuarto de estar. Nos preparamos para escuchar. Primero introdujo la cinta en el magnetófono y tocó un par de botones. Luego accionó una palanquita
Y ahora, ese mismo ciego venía a dormir a mi casa.
-A lo mejor puedo llevarle a la bolera -le dije a mi mujer. Estaba junto al fregadero, cortando patatas para el horno. Dejó el cuchillo y se volvió.
-Si me quieres -dijo ella-, hazlo por mí. Si no me quieres, no pasa nada. Pero si tuvieras un amigo, cualquiera que fuese, y viniera a visitarte, yo trataría de que se sintiera a gusto.
Se secó las manos con el paño de los platos.
-Yo no tengo ningún amigo ciego.
-Tú no tienes ningún amigo. Y punto. Además -dijo-, ¡maldita sea, su mujer acaba de morirse! ¿No lo entiendes? ¡Ha perdido a su mujer!
No contesté. Me había hablado un poco de su mujer. Se llamaba Beulah. ¡Beulah! Es nombre de negra.
-¿Era negra su mujer? -pregunté.
-¿Estás loco? -replicó mi mujer-. ¿Te ha dado la vena o algo así?
Cogió una patata. Vi cómo caía al suelo y luego rodaba bajo el fogón.
-¿Qué te pasa? ¿Estás borracho?
-Sólo pregunto -dije.
Entonces mí mujer empezó a suministrarme más detalles de lo que yo quería saber. Me serví una copa y me senté a la mesa de la cocina, a escuchar. Partes de la historia empezaron a encajar.
Beulah fue a trabajar para el ciego después de que mi mujer se despidiera. Poco más tarde, Beulah y el ciego se casaron por la iglesia. Fue una boda sencilla -¿quién iba a ir a una boda así?, sólo los dos, más el ministro y su mujer. Pero de todos modos fue un matrimonio religioso. Lo que Beulah quería, había dicho él. Pero es posible que en aquel momento Beulah llevara ya el cáncer en las glándulas. Tras haber sido inseparables durante ocho años -ésa fue la palabra que empleó mi mujer, inseparables-, la salud de Beulah empezó a declinar rápidamente. Murió en una habitación de hospital de Seattle, mientras el ciego sentado junto a la cama le cogía la mano. Se habían casado, habían vivido y trabajado juntos, habían dormido juntos -y hecho el amor, claro- y luego el ciego había tenido que enterrarla. Todo esto sin haber visto ni una sola vez el aspecto que tenía la dichosa señora. Era algo que yo no llegaba a entender. Al oírlo, sentí un poco de lástima por el ciego. Y luego me sorprendí pensando qué vida tan lamentable debió llevar ella. Figúrense una mujer que jamás ha podido verse a través de los ojos del hombre que ama. Una mujer que se ha pasado día tras día sin recibir el menor cumplido de su amado. Una mujer cuyo marido jamás ha leído la expresión de su cara, ya fuera de sufrimiento o de algo mejor. Una mujer que podía ponerse o no maquillaje, ¿qué más le daba a él? Si se le antojaba, podía llevar sombra verde en un ojo, un alfiler en la nariz, pantalones amarillos y zapatos morados, no importa. Para luego morirse, la mano del ciego sobre la suya, sus ojos ciegos llenos de lágrimas -me lo estoy imaginando-, con un último pensamiento que tal vez fuera éste: "él nunca ha sabido cómo soy yo", en el expreso hacia la tumba. Robert se quedó con una pequeña póliza de seguros y la mitad de una moneda mejicana de veinte pesos. La otra mitad se quedó en el ataúd con ella. Patético.
Así que, cuando llegó el momento, mi mujer fue a la estación a recogerle. Sin nada que hacer, salvo esperar -claro que de eso me quejaba-, estaba tomando una copa y viendo la televisión cuando oí parar al coche en el camino de entrada. Sin dejar la copa, me levanté del sofá y fui a la ventana a echar una mirada.
Vi reír a mi mujer mientras aparcaba el coche. La vi salir y cerrar la puerta. Seguía sonriendo. Qué increíble. Rodeó el coche y fue a la puerta por la que el ciego ya estaba empezando a salir. ¡El ciego, fíjense en esto, llevaba barba crecida! ¡Un ciego con barba! Es demasiado, diría yo. El ciego alargó el brazo al asiento de atrás y sacó una maleta. Mi mujer le cogió del brazo, cerró la puerta y, sin dejar de hablar durante todo el camino, le condujo hacia las escaleras y el porche. Apagué la televisión. Terminé la copa, lavé el vaso, me sequé las manos. Luego fui a la puerta.
-Te presento a Robert -dijo mi mujer-. Robert, éste es mi marido. Ya te he hablado de él.
Estaba radiante de alegría. Llevaba al ciego cogido por la manga del abrigo.
El ciego dejó la maleta en el suelo y me tendió la mano. Se la estreché. Me dio un buen apretón, retuvo mi mano y luego la soltó.
-Tengo la impresión de que ya nos conocemos -dijo con voz grave.
-Yo también -repuse. No se me ocurrió otra cosa. Luego añadí:
-Bienvenido. He oído hablar mucho de usted.
Entonces, formando un pequeño grupo, pasamos del porche al cuarto de estar, mi mujer conduciéndole por el brazo. El ciego llevaba la maleta con la otra mano. Mi mujer decía cosas como: "A tu izquierda, Robert. Eso es. Ahora, cuidado, hay una silla. Ya está. Siéntate ahí mismo. Es el sofá. Acabamos de comprarlo hace dos semanas".
Empecé a decir algo sobre el sofá viejo. Me gustaba. Pero no dije nada. Luego quise decir otra cosa, sin importancia, sobre la panorámica del Hudson que se veía durante el viaje. Cómo para ir a Nueva York había que sentarse en la parte derecha del tren, y, al venir de Nueva York, a la parte izquierda.
-¿Ha tenido buen viaje? -le pregunté-. A propósito, ¿en qué lado del tren ha venido sentado?
-¡Vaya pregunta, en qué lado! -exclamó mi mujer-. ¿Qué importancia tiene?
-Era una pregunta.
-En el lado derecho -dijo el ciego-. Hacía casi cuarenta años que no iba en tren. Desde que era niño. Con mis padres. Demasiado tiempo. Casi había olvidado la sensación. Ya tengo canas en la barba. O eso me han dicho, en todo caso. ¿Tengo un aspecto distinguido, querida mía? -preguntó el ciego a mi mujer.
-Tienes un aire muy distinguido, Robert. Robert -dijo ella-, ¡qué contenta estoy de verte, Robert!
Finalmente, mi mujer apartó la vista del ciego y me miró. Tuve la impresión de que no le había gustado su aspecto. Me encogí de hombros.
Nunca he conocido personalmente a ningún ciego. Aquel tenía cuarenta y tantos años, era de constitución fuerte, casi calvo, de hombros hundidos, como si llevara un gran peso. Llevaba pantalones y zapatos marrones, camisa de color castaño claro, corbata y chaqueta de sport. Impresionante. Y también una barba tupida. Pero no utilizaba bastón ni llevaba gafas oscuras. Siempre pensé que las gafas oscuras eran indispensables para los ciegos. El caso era que me hubiese gustado que las llevara. A primera vista, sus ojos parecían normales, como los de todo el mundo, pero si uno se fijaba tenían algo diferente. Demasiado blanco en el iris, para empezar, y las pupilas parecían moverse en sus órbitas como si no se diera cuenta o fuese incapaz de evitarlo. Horrible. Mientras contemplaba su cara, vi que su pupila izquierda giraba hacia la nariz mientras la otra procuraba mantenerse en su sitio. Pero era un intento vano, pues el ojo vagaba por su cuenta sin que él lo supiera o quisiera saberlo.
-Voy a servirle una copa -dije-. ¿Qué prefiere? Tenemos un poco de todo. Es uno de nuestros pasatiempos.
-Solo bebo whisky escocés, muchacho -se apresuró a decir con su voz sonora.
-De acuerdo -dije. ¡Muchacho!-.
Claro que sí, lo sabía. Tocó con los dedos la maleta, que estaba junto al sofá. Se hacía su composición de lugar. No se lo reproché.
-La llevaré a tu habitación -le dijo mi mujer.
-No, está bien -dijo el ciego en voz alta-. Ya la llevaré yo cuando suba.
-¿Con un poco de agua, el whisky? -le pregunté.
-Muy poca.
-Lo sabía.
-Solo una gota -dijo él-. Ese actor irlandés, ¿Barry Fitzgerald? Soy como él. Cuando bebo agua, decía Fitzgerald, bebo agua. Cuando bebo whisky, bebo whisky.
Mi mujer se echó a reír. El ciego se llevó la mano a la barba. Se la levantó despacio y la dejó caer.
Preparé las copas, tres vasos grandes de whisky con un chorrito de agua en cada uno. Luego nos pusimos cómodos y hablamos de los viajes de Robert. Primero, el largo vuelo desde la costa Oeste a Connecticut. Luego, de Connecticut aquí, en tren. Tomamos otra copa para esa parte del viaje.
Recordé haber leído en algún sitio que los ciegos no fuman porque, según dicen, no pueden ver el humo que exhalan. Creí que al menos sabía eso de los ciegos. Pero este ciego en particular fumaba el cigarrillo hasta el filtro y luego encendía otro. Llenó el cenicero y mi mujer lo vació.
Cuando nos sentamos a la mesa para cenar, tomamos otra copa. Mi mujer llenó el plato de Robert con un filete grueso, patatas al horno, judías verdes. Le unté con mantequilla dos rebanadas de pan.
-Ahí tiene pan y mantequilla -le dije, bebiendo parte de mi copa-. Y ahora recemos.
El ciego inclinó la cabeza. Mi mujer me miró con la boca abierta.
-Roguemos para que el teléfono no suene y la comida no esté fría
-dije.
Nos pusimos al ataque. Nos comimos todo lo que había en la mesa. Devoramos como si no nos esperase un mañana. No hablamos. Comimos. Nos atiborramos. Como animales. Nos dedicamos a comer en serio. El ciego localizaba inmediatamente la comida, sabía exactamente dónde estaba todo en el plato. Lo observé con admiración mientras manipulaba la carne con el cuchillo y el tenedor. Cortaba dos trozos de filete, se llevaba la carne a la boca con el tenedor, se dedicaba luego a las patatas asadas y a las judías verdes, y después partía un trozo grande de pan con mantequilla y se lo comía. Lo acompañaba con un buen trago de leche. Y, de vez en cuando, no le importaba utilizar los dedos.
Terminamos con todo, incluyendo media tarta de fresas. Durante unos momentos quedamos inmóviles, como atontados. El sudor nos perlaba el rostro. Al fin nos levantamos de la mesa, dejando los platos sucios. No miramos atrás. Pasamos al cuarto de estar y nos dejamos caer de nuevo en nuestro sitio. Robert y mi mujer, en el sofá. Yo ocupé la butaca grande. Tomamos dos o tres copas más mientras charlaban de las cosas más importantes que les habían pasado durante los últimos diez años. En general, me limité a escuchar. De vez en cuando intervenía. No quería que pensase que me había ido de la habitación, y no quería que ella creyera que me sentía al margen. Hablaron de cosas que les habían ocurrido -¡a ellos!- durante esos diez años. En vano esperé oír mi nombre en los dulces labios de mi mujer: "Y entonces mi amado esposo apareció en mi vida", algo así. Pero no escuché nada parecido. Hablaron más de Robert. Según parecía, Robert había hecho un poco de todo, un verdadero ciego aprendiz de todo y maestro de nada. Pero en época reciente su mujer y él distribuían los productos Amway, con lo que se ganaban la vida más o menos, según pude entender. El ciego también era aficionado a la radio. Hablaba con su voz grave de las conversaciones que había mantenido con operadores de Guam, en las Filipinas, en Alaska e incluso en Tahití. Dijo que tenía muchos amigos por allí, si alguna vez quería visitar esos países. De cuando en cuando volvía su rostro ciego hacia mí, se ponía la mano bajo la barba y me preguntaba algo. ¿Desde cuándo tenía mi empleo actual? (Tres años.) ¿Me gustaba mi trabajo? (No.) ¿Tenía intención de conservarlo? (¿Qué remedio me quedaba?). Finalmente, cuando pensé que empezaba a quedarse sin cuerda, me levanté y encendí la televisión.
Mi mujer me miró con irritación. Empezaba a acalorarse. Luego miró al ciego y le preguntó:
-¿Tienes televisión, Robert?
-Querida mía -contestó el ciego-, tengo dos televisores. Uno en color y otro en blanco y negro, una vieja reliquia. Es curioso, pero cuando enciendo la televisión, y siempre estoy poniéndola, conecto el aparato en color. ¿No te parece curioso?
No supe qué responder a eso. No tenía absolutamente nada que decir. Ninguna opinión. Así que vi las noticias y traté de escuchar lo que decía el locutor.
-Esta televisión es en color -dijo el ciego-. No me preguntéis cómo, pero lo sé.
-La hemos comprado hace poco -dije. El ciego bebió un sorbo de su vaso. Se levantó la barba, la olió y la dejó caer. Se inclinó hacia adelante en el sofá. Localizó el cenicero en la mesa y aplicó el mechero al cigarrillo. Se recostó en el sofá y cruzó las piernas, poniendo el tobillo de una sobre la rodilla de la otra.
Mi mujer se cubrió la boca y bostezó. Se estiró.
-Voy a subir a ponerme la bata. Me apetece cambiarme. Ponte cómodo, Robert -dijo.
-Estoy cómodo -repuso el ciego.
-Quiero que te sientas a gusto en esta casa.
-Lo estoy -aseguró el ciego.
Cuando salió de la habitación, escuchamos el informe del tiempo y luego el resumen de los deportes. Para entonces, ella había estado ausente tanto tiempo, que yo ya no sabía si iba a volver. Pensé que se habría acostado. Deseaba que bajase. No quería quedarme solo con el ciego. Le pregunté si quería otra copa y me respondió que naturalmente que sí. Luego le pregunté si le apetecía fumar un poco de mandanga conmigo. Le dije que acababa de liar un porro. No lo había hecho, pero pensaba hacerlo en un periquete.
-Probaré un poco -dijo.
-Bien dicho. Así se habla.
Serví las copas y me senté a su lado en el sofá. Luego lié dos canutos gordos. Encendí uno y se lo pasé. Se lo puse entre los dedos. Lo cogió e inhaló.
-Reténgalo todo lo que pueda -le dije.
Vi que no sabía nada del asunto.
Mi mujer bajó llevando la bata rosa con las zapatillas del mismo color.
-¿Qué es lo que huelo? -preguntó.
-Pensamos fumar un poco de hierba -dije.
Mi mujer me lanzó una mirada furiosa. Luego miró al ciego y dijo:
-No sabía que fumaras, Robert.
-Ahora lo hago, querida mía. Siempre hay una primera vez. Pero todavía no siento nada.
-Este material es bastante suave -expliqué-. Es flojo. Con esta mandanga se puede razonar. No le confunde a uno.
-No hace mucho efecto, muchacho -dijo, riéndose.
Mi mujer se sentó en el sofá, entre los dos. Le pasé el canuto. Lo cogió, le dio una calada y me lo volvió a pasar.
-¿En qué dirección va esto? -preguntó-. No debería fumar. Apenas puedo tener los ojos abiertos. La cena ha acabado conmigo. No he debido comer tanto.
-Ha sido la tarta de fresas -dijo el ciego-. Eso ha sido la puntilla.
Soltó una enorme carcajada. Luego meneó la cabeza.
-Hay más tarta -le dije.
-¿Quieres un poco más, Robert? -le preguntó mi mujer.
-Quizá dentro de un poco.
Prestamos atención a la televisión. Mi mujer bostezó otra vez.
-Cuando tengas ganas de acostarte, Robert, tu cama está hecha -dijo-. Sé que has tenido un día duro. Cuando estés listo para ir a la cama, dilo. -Le tiró del brazo-. ¿Robert?
Volvió de su ensimismamiento y dijo:
-Lo he pasado verdaderamente bien. Esto es mejor que las cintas, ¿verdad?
-Le toca a usted -le dije, poniéndole el porro entre los dedos.
Inhaló, retuvo el humo y luego lo soltó. Era como si lo estuviese haciendo desde los nueve años.
-Gracias, muchacho. Pero creo que esto es todo para mí. Me parece que empiezo a sentir el efecto.
Pasó a mi mujer el canuto chisporroteante.
-Lo mismo digo -dijo ella-. Ídem de ídem. Yo también.
Cogió el porro y me lo pasó.
-Me quedaré sentada un poco entre vosotros dos con los ojos cerrados. Pero no me prestéis atención, ¿eh? Ninguno de los dos. Si os molesto, decidlo. Si no, es posible que me quede aquí sentada con los ojos cerrados hasta que os vayáis a acostar. Tu cama está hecha, Robert, para cuando quieras. Está al lado de nuestra habitación, al final de las escaleras. Te acompañaremos cuando estés listo. Si me duermo, despertadme, chicos. Al decir eso, cerró los ojos y se durmió. Terminaron las noticias. Me levanté y cambié de canal. Volví a sentarme en el sofá. Deseé que mi mujer no se hubiera quedado dormida. Tenía la cabeza apoyada en el respaldo del sofá y la boca abierta. Se había dado la vuelta, de modo que la bata se le había abierto revelando un muslo apetitoso. Alargué la mano para volverla a tapar y entonces miré al ciego. ¡Qué coño! Dejé la bata como estaba.
-Cuando quiera un poco de tarta, dígalo -le recordé.
-Lo haré.
-¿Está cansado? ¿Quiere que le lleve a la cama? ¿Le apetece irse a la piltra?
-Todavía no -contestó-. No, me quedaré contigo, muchacho. Si no te parece mal. Me quedaré hasta que te vayas a acostar. No hemos tenido oportunidad de hablar. ¿Comprendes lo que quiero decir? Tengo la impresión de que ella y yo hemos monopolizado la velada.
Se levantó la barba y la dejó caer. Cogió los cigarrillos y el mechero.
-Me parece bien -dije, y añadí-: Me alegro de tener compañía.
Y supongo que así era. Todas las noches fumaba hierba y me quedaba levantado hasta que me venía el sueño. Mi mujer y yo rara vez nos acostábamos al mismo tiempo. Cuando me dormía, empezaba a soñar. A veces me despertaba con el corazón encogido.
En la televisión había algo sobre la iglesia y la Edad Media. No era un programa corriente. Yo quería ver otra cosa. Puse otros canales. Pero tampoco había nada en los demás. Así que volví a poner el primero y me disculpé.
-No importa, muchacho -dijo el ciego-. A mí me parece bien. Mira lo que quieras. Yo siempre aprendo algo. Nunca se acaba de aprender cosas. No me vendría mal aprender algo esta noche. Tengo oídos.
No dijimos nada durante un rato. Estaba inclinado hacia adelante, con la cara vuelta hacia mí, la oreja derecha apuntando en dirección al aparato. Muy desconcertante. De cuando en cuando dejaba caer los párpados para abrirlos luego de golpe, como si pensara en algo que oía en la televisión.
En la pantalla, un grupo de hombres con capuchas eran atacados y torturados por otros vestidos con trajes de esqueleto y de demonios. Los demonios llevaban máscaras de diablo, cuernos y largos rabos. El espectáculo formaba parte de una procesión. El narrador inglés dijo que se celebraba en España una vez al año. Traté de explicarle al ciego lo que sucedía.
-Esqueletos. Ya sé -dijo, moviendo la cabeza. La televisión mostró una catedral. Luego hubo un plano largo y lento de otra. Finalmente, salió la imagen de la más famosa, la de París, con sus arbotantes y sus flechas que llegaban hasta las nubes. La cámara se retiró para mostrar el conjunto de la catedral surgiendo por encima del horizonte.
A veces, el inglés que contaba la historia se callaba, dejando simplemente que el objetivo se moviera en torno a las catedrales. O bien la cámara daba una vuelta por el campo y aparecían hombres caminando detrás de los bueyes. Esperé cuanto pude. Luego me sentí obligado a decir algo:
-Ahora aparece el exterior de esa catedral. Gárgolas. Pequeñas estatuas en forma de monstruos. Supongo que ahora están en Italia. Sí, en Italia. Hay cuadros en los muros de esa iglesia.
-¿Son pinturas al fresco, muchacho? -me preguntó, dando un sorbo de su copa.
Cogí mi vaso, pero estaba vacío. Intenté recordar lo que pude.
-¿Me pregunta si son frescos? -le dije-. Buena pregunta. No lo sé.
La cámara enfocó una catedral a las afueras de Lisboa. Comparada con la francesa y la italiana, la portuguesa no mostraba grandes diferencias. Pero existían. Sobre todo en el interior. Entonces se me ocurrió algo.
-Se me acaba de ocurrir algo. ¿Tiene usted idea de lo que es una catedral? ¿El aspecto que tiene, quiero decir? ¿Me sigue? Si alguien le dice la palabra catedral, ¿sabe usted de qué le hablan? ¿Conoce usted la diferencia entre una catedral y una iglesia baptista, por ejemplo?
Dejó que el humo se escapara despacio de su boca.
-Sé que para construirla han hecho falta centenares de obreros y cincuenta o cien años -contestó-. Acabo de oírselo decir al narrador, claro está. Sé que en una catedral trabajaban generaciones de una misma familia. También lo ha dicho el comentarista. Los que empezaban no vivían para ver terminada la obra. En ese sentido, muchacho, no son diferentes de nosotros, ¿verdad?
Se echó a reír. Sus párpados volvieron a cerrarse. Su cabeza se movía. Parecía dormitar. Tal vez se figuraba estar en Portugal. Ahora, la televisión mostraba otra catedral. En Alemania, esta vez. La voz del inglés seguía sonando monótonamente.
-Catedrales -dijo el ciego.
Se incorporó, moviendo la cabeza de atrás adelante.
-Si quieres saber la verdad, muchacho, eso es todo lo que sé. Lo que acabo de decir. Pero tal vez quieras describirme una. Me gustaría. Ya que me lo preguntas, en realidad no tengo una idea muy clara.
Me fijé en la toma de la catedral en la televisión. ¿Cómo podía empezar a describírsela? Supongamos que mi vida dependiera de ello. Supongamos que mi vida estuviese amenazada por un loco que me ordenara hacerlo, o si no...
Observé la catedral un poco más hasta que la imagen pasó al campo. Era inútil. Me volví hacia el ciego y dije:
-Para empezar, son muy altas.
Eché una mirada por el cuarto para encontrar ideas.
-Suben muy arriba. Muy alto. Hacia el cielo. Algunas son tan grandes que han de tener apoyo. Para sostenerlas, por decirlo así. El apoyo se llama arbotante. Me recuerdan a los viaductos, no sé por qué. Pero quizá tampoco sepa usted lo que son los viaductos. A veces, las catedrales tienen demonios y cosas así en la fachada. En ocasiones, caballeros y damas. No me pregunte por qué.
Él asentía con la cabeza. Todo su torso parecía moverse de atrás adelante.
-No se lo explico muy bien, ¿verdad? -le dije. Dejó de asentir y se inclinó hacia adelante, al borde del sofá. Mientras me escuchaba, se pasaba los dedos por la barba. No me hacía entender, eso estaba claro. Pero de todos modos esperó a que continuara. Asintió como si tratara de animarme. Intenté pensar en otra cosa que decir.
-Son realmente grandes. Pesadas. Están hechas de piedra. De mármol también, a veces. En aquella época, al construir catedrales los hombres querían acercarse a Dios. En esos días, Dios era una parte importante en la vida de todo el mundo. Eso se ve en la construcción de catedrales. Lo siento -dije-, pero creo que eso es todo lo que puedo decirle. Esto no se me da bien.
-No importa, muchacho -dijo el ciego-. Escucha, espero que no te moleste que te pregunte. ¿Puedo hacerte una pregunta? Deja que te haga una sencilla. Contéstame sí o no. Sólo por curiosidad y sin ánimo de ofenderte. Eres mi anfitrión. Pero ¿eres creyente en algún sentido? ¿No te molesta que te lo pregunte? Meneé la cabeza. Pero él no podía verlo. Para un ciego, es lo mismo un guiño que un movimiento de cabeza.
-Supongo que no soy creyente. No creo en nada. A veces resulta difícil. ¿Sabe lo que quiero decir?
-Claro que sí.
-Así es.
El inglés seguía hablando. Mi mujer suspiró, dormida. Respiró hondo y siguió durmiendo.
-Tendrá que perdonarme -le dije-. Pero no puedo explicarle cómo es una catedral. Soy incapaz. No puedo hacer más de lo que he hecho.
El ciego permanecía inmóvil mientras me escuchaba, con la cabeza inclinada.
-Lo cierto es -proseguí- que las catedrales no significan nada especial para mí. Nada. Catedrales. Es algo que se ve en la televisión a última hora de la noche. Eso es todo.
Entonces fue cuando el ciego se aclaró la garganta. Sacó algo del bolsillo de atrás. Un pañuelo. Luego dijo:
-Lo comprendo, muchacho. Esas cosas pasan. No te preocupes. Oye, escúchame. ¿Querrías hacerme un favor? Tengo una idea. ¿Por qué no vas a buscar un papel grueso? Y una pluma. Haremos algo. Dibujaremos juntos una catedral. Trae papel grueso y una pluma. Vamos, muchacho, tráelo.
Así que fui arriba. Tenía las piernas como sin fuerza. Como si acabara de venir de correr. Eché una mirada en la habitación de mi mujer. Encontré bolígrafos encima de su mesa, en una cestita. Luego pensé dónde buscar la clase de papel que me había pedido.
Abajo, en la cocina, encontré una bolsa de la compra con cáscaras de cebolla en el fondo. La vacié y la sacudí. La llevé al cuarto de estar y me senté con ella a sus pies. Aparté unas cosas, alisé las arrugas del papel de la bolsa y lo extendí sobre la mesita.
El ciego se bajó del sofá y se sentó en la alfombra, a mi lado.
Pasó los dedos por el papel, de arriba a abajo. Recorrió los lados del papel. Incluso los bordes, hasta los cantos. Manoseó las esquinas.
-Muy bien -dijo-. De acuerdo, vamos a hacerla.
Me cogió la mano, la que tenía el bolígrafo. La apretó.
-Adelante, muchacho, dibuja -me dijo-. Dibuja. Ya verás. Yo te seguiré. Saldrá bien. Empieza ya, como te digo. Dibuja.
Así que empecé. Primero tracé un rectángulo que parecía una casa. Podía ser la casa en la que vivo. Luego le puse el tejado. En cada extremo del tejado, dibujé flechas góticas. De locos.
-Estupendo -dijo él-. Magnífico. Lo haces estupendamente. Nunca en la vida habías pensado hacer algo así, ¿verdad, muchacho? Bueno, la vida es rara, ya lo sabemos. Venga. Sigue.
Puse ventanas con arcos. Dibujé arbotantes. Suspendí puertas enormes. No podía parar. El canal de la televisión dejó de emitir. Dejé el bolígrafo para abrir y cerrar los dedos. El ciego palpó el papel. Movía las puntas de los dedos por encima, por donde yo había dibujado, asintiendo con la cabeza.
-Esto va muy bien -dijo.
Volví a coger el bolígrafo y él encontró mi mano. Seguí con ello. No soy ningún artista, pero continué dibujando de todos modos.
Mi mujer abrió los ojos y nos miró. Se incorporó en el sofá, con la bata abierta.
-¿Qué estáis haciendo? -preguntó-. Contádmelo. Quiero saberlo.
No le contesté.
-Estamos dibujando una catedral -dijo el ciego-. Lo estamos haciendo él y yo. Aprieta fuerte -me dijo a mí-. Eso es. Así va bien. Naturalmente. Ya lo tienes, muchacho. Lo sé. Creías que eras incapaz. Pero puedes, ¿verdad? Ahora vas echando chispas. ¿Entiendes lo que quiero decir? Verdaderamente vamos a tener algo aquí dentro de un momento. ¿Cómo va ese brazo? -me preguntó-. Ahora pon gente por ahí. ¿Qué es una catedral sin gente?
-¿Qué pasa? -inquirió mi mujer-. ¿Qué estás haciendo, Robert? ¿Qué ocurre?
-Todo va bien -le dijo a ella.
Y añadió, dirigiéndose a mí:
-Ahora cierra los ojos.
Lo hice. Los cerré, tal como me decía.
-¿Los tienes cerrados? -preguntó-. No hagas trampa.
-Los tengo cerrados.
-Mantenlos así. No pares ahora. Dibuja.
Y continuamos. Sus dedos apretaban los míos mientras mi mano recorría el papel. No se parecía a nada que hubiese hecho en la vida hasta aquel momento.
Luego dijo:
-Creo que ya está. Me parece que lo has conseguido. Echa una mirada. ¿Qué te parece?
Pero yo tenía los ojos cerrados. Pensé mantenerlos así un poco más. Creí que era algo que debía hacer.
-¿Y bien? -preguntó-. ¿Estás mirándolo?
Yo seguía con los ojos cerrados. Estaba en mi casa. Lo sabía. Pero yo no tenía la impresión de estar dentro de nada.
-Es verdaderamente extraordinario -dije.




domingo, octubre 10, 2010

Porque me siento rara vol.25 - Sun City Girls





The Sun City Girls were an American experimental rock band, formed in 1979 in Phoenix, Arizona. From 1981 the group consisted of Alan Bishop (bass guitar, vocals), his brother Richard Bishop (guitar, piano, vocals), and the late Charles Gocher (drums, vocals). Their name was inspired by Sun City, Arizona, an Arizona retirement community. Charles Gocher died after a long battle with cancer on February 19, 2007, bringing an end to the group.




Link de descarga borrado por requerimiento de la compañía discográfica. :(





martes, septiembre 21, 2010

Esto lo estoy tocando mañana #11 - Evan Parker / John Wiese (2009)





(...) Aptly named, this collaboration between Evan Parker and noise-maven John Wiese explores the messy question "what would happen if two of the loudest, most intense heavyweights of their respective genres met?" With Parker on soprano and tenor sax and Wiese on "electronics, tape, (Max) MSP", they give birth to an intense collection of unhinged and mutilated tones, all set on display in a nursery of sonic freaks. (...)

(By Dave Madden, Evan Parker / John Wiese C-Section)



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sábado, septiembre 11, 2010

Porque me siento rara vol.24 - The Hafler Trio







The Hafler Trio is a conceptual and sound art collaborative between Andrew M. McKenzie, the only permanent member, and guest musicians. The project has seen the release of numerous albums and CDs in experimental musical styles ranging from electronica, cut-up, ambient, environmental soundscape, musique concrete, electro-acoustic, and audio-montage as cinema for the years from 1982 to present, each of which utilise graphic design and text for contextual juxtaposition with the recordings, as well as having a diverse but concrete philosophical and sometimes quasi-religious framework to place them.




Link de descarga borrado por requerimiento de la compañía discográfica. :(





lunes, septiembre 06, 2010

Esto lo estoy tocando mañana #10 - Happy Apple (2004)





It’s hard to picture a band more grassroots than Happy Apple. Drummer David King, electric bassist Erik Fratzke and saxophonist Michael Lewis hail from Minneapolis, in the verdant northern Midwest, far from the concrete jungles where hard-hitting jazz musicians tend to congregate. “The stigma of improvising groups outside New York is that they’re jam-bandy,” King notes. “We would kind of use that. We’d roll into town and not much would be expected of us. Then we’d just really throw down. We always felt we could hang anywhere. But we decided to stay outside the New York system in order to commit to each other.”
Many know King as the drummer in another acclaimed trio, the Bad Plus. Happy Apple, in fact, gave the Bad Plus its initial inspiration. At those storied Happy Apple gigs in New York, one could always find future Plussers Ethan Iverson and Reid Anderson, King’s old friends and fellow Midwesterners, navigating the notoriously difficult New York music scene. “They were frustrated about keeping bands together,” King recalls, “and they saw that what Happy Apple did was a conscious choice, to commit to a sound and create something new. The ideology of both bands is identical: bring the music out there with no charts and throw down; try to connect.”

(By David R. Adler --> Happy Apple: Hometown Homeboys)



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viernes, agosto 20, 2010

Wasserman - the needle dream (2010)



Primer trabajo en solitario de uno de los miembros de Rectum.
First solo work of one of Rectum's members.


Electronic / Experimental




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jueves, agosto 12, 2010

Rectum - hecatombe [a.k.a. matar 100 bueyes] (2010)





Drone / Noise / Experimental




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domingo, julio 04, 2010

Rectum - the worm of death (2010)





Harsh Noise / No Music / Jazzcore




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Porque me siento rara vol.23 - The No-Neck Blues Band






The No-Neck Blues Band, also known as NNCK, is a seven-member free-form improvisational musical collective from New York City. Formed in 1992, the original band was of eight members (until John Fell Ryan left to join noise group, Excepter), and has practiced weekly in a space in Harlem since. Membership includes Dave Nuss, Keith Connolly, Dave Shuford, Jason Meagher, Pat Murano, Matt Heyner, and Mico.




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sábado, junio 26, 2010

Esto lo estoy tocando mañana #9 - Joseph Jarman (1981)





While attending high school in Chicago in the early '50s, Jarman took up the drums under the tutelage of the famous music teacher Walter Dyett. He switched to saxophone and clarinet while in the army. Upon his discharge in 1958, he returned to Chicago. There, he joined pianist Muhal Richard Abrams' Experimental Band (formed in 1961), alongside his future Art Ensemble compatriots Malachi Favors and Mitchell. Jarman played in a hard bop sextet with Mitchell, and in 1965, he became one of the first members of the Association for the Advancement of Creative Musicians.
Starting around 1967, Jarman was one of the first saxophonists to perform solo, a tactic also embraced by other members of the AACM, notably Anthony Braxton. Jarman led his own group from 1966-1968, which included bassist Charles Clark, drummer Thurman Barker, and pianist Christopher Gaddy, among others. Separate editions of that band recorded a pair of albums for Delmark: Song for... (1966) and As if it were the Seasons (1968). In 1967, Lester Bowie recorded Numbers 1 & 2 for Nessa; on “2,” the four musicians who would become the Art Ensemble (Bowie, Mitchell, Favors, and Jarman) recorded together for the first time.

In 1969, that band would become Jarman's primary creative outlet. By then, the untimely deaths of Gaddy and Clark had compelled Jarman to disband his own group. Jarman would continue with the Art Ensemble until 1993. In that time, he also recorded under his own name, for the Black Saint, AECO, and India Navigation labels.

Upon leaving the Art Ensemble, Jarman virtually retired from music, in order to devote himself more completely to spiritual matters. As the '90s progressed, however, he did continue to perform and record, often as a guest with such musicians as Marilyn Crispell, guitarist/ composer Scott Fields, bassist Reggie Workman, and drummer Lou Grassi.

(From http://www.allaboutjazz.com/php/musician.php?id=7981)



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